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Los Escuadrones del Alcántara

martes 2 de octubre de 2012

Número: 1896_2

Tal vez ahora en vez de morir cada mañana, renazcan cada atardecer al toque de oración.

DOS DÍAS DE JULIO

Bajo el intenso sol que arrasa los barrancos y llanuras del Rif, los soldados prestan seguridad a las unidades que efectúan los trabajos de construcción de una nueva posición. Cuando acaben, un puñado de compañeros quedará en su interior por un tiempo indefinido, achicharrándose y sufriendo de tedio y de sed, a la espera de que el cerco enemigo se cierre y se produzca el fatal asalto. Últimamente las cosas están revueltas y lo de Abarrán está presente en las pesadillas de todos. Ayer, sin ir más lejos, pudieron comprobar cómo podían acabar esos fortines.

Igueriben, se llamaba la posición. Los pobres muchachos llevaban ya varios días combatiendo sin parar, día y noche. El cerco impuesto impedía el socorro, y lo que era peor, el suministro. Seguro que los sitiados habrían dado sus propias vidas por un trago de agua, pero al final las perdieron sin ese efímero alivio. Ellos, los de Alcántara, habían acudido para formar parte de la columna de rescate, pero éste fue imposible y tuvieron que asistir, impotentes a una retirada que acabó en una desordenada carrera durante la cual fueron abatidos la mayoría de los supervivientes.

El regreso a Dríus se produjo al paso y en silencio, agotados por el día, doloridos por el espectáculo y el triste final de quien verdaderamente lo había dado todo al servicio de España. Y hoy están aquí, preparando otra posición. Tensos, acechan las posibles avenidas del implacable enemigo. Los caballos, reunidos en una próxima vaguada, esperan y descansan. Los soldados no tienen tanta suerte: bajar la guardia puede dar al traste con su misión y acabar con sus vidas. A medida que el día avanza el calor aprieta, pero consuela saber que al menos no tienen que caminar con todo el equipo, como tendrán que hacer los de Infantería. De repente se produce una conmoción a lo largo de la línea defensiva. Debe de haber nuevas órdenes. Los cornetas tocan botasilla y los jinetes acuden a sus caballos a la carrera, montan y adoptan la formación que les ordenan sus jefes de escuadrón. Al galope, parten hacia la bajada de Izumar. Al llegar, forman una serie de líneas. Parece ser que se va a producir la retirada de la posición de Annual y su misión es protegerla. Esto les da confianza. Es su medio natural, a caballo, amplias llanuras y la misión sublime para la que les han preparado sus oficiales. Además está todo el Regimiento reunido, con el Teniente Coronel a la cabeza.

A lo lejos se escucha un intenso tiroteo. Probablemente será que ha empezado el movimiento y la extrema retaguardia está combatiendo con fiereza al enemigo, frenándole para que la columna se mueva con tranquilidad. En lo alto de Izumar aparece una unidad de artillería, con todos sus cañones y personal y caballos. Marcha en orden y reunida, dando la impresión de que se ha iniciado ya el repliegue escalonado de unidades. La tensión se relaja, tal vez la situación no sea tan dramática. El ruido de fusilería aumenta y se aproxima. Ahora empiezan a bajar por la cuesta una serie de caballos y mulos que corren despavoridos sin rumbo fijo. Algunos llevan bastes y monturas y otros llevan sobre sus espaldas a uno o dos jinetes que se agarran con fuerza a las crines y echan miradas furtivas hacia atrás. Este espectáculo no cuadra con el de la unidad de artillería que ya se aleja hacia Dríus y la inquietud se apodera de los jinetes y de sus caballos.

Aparece entonces el primer grupo de soldados. Corren desesperados, la mayoría sin armas ni equipos, las guerreras desabrochadas, o sin uniforme. Demacrados, con signos de cansancio y el miedo en los ojos, pasan al lado de los jinetes sin prestarles atención, como si no les vieran.  El desconcierto inicial desaparece cuando los jefes de escuadrón conminan a sus soldados a tratar de poner orden, hacer que impere la razón, que las unidades en desbandada se reúnan, que los oficiales cumplan con su función. El goteo de personal se convierte en un torrente desbocado. Hombres y bestias, perseguidos por un fuego de fusilería que no justifica el no tratar de recomponerse, se empujan y apelotonan dando lugar a imágenes dantescas. Sobre el estruendo de los disparos, de las ruedas de los carros, del golpeteo de equipos, de las pisadas, se distinguen, cada vez con mayor claridad, los gritos de furia y victoria, y lo que es más aterrador del ulular de las mujeres y gritos de espanto y dolor.
Los escuadrones se aprestan para el combate. De alguna manera saben que la vida de aquellos pobres desgraciados, sumidos en la sed, el delirio y el miedo, depende de que ellos respondan con serenidad y protejan la alocada huida para que el orden se restablezca y pueda convertirse en una retirada ordenada.

A lo lejos aparecen los primeros enemigos, disparando sobre las espaldas de aquellos que corren para salvar su vida. Aquí y allá se ven grupos de soldados que de forma aislada pero correctamente mandados, como los de San Fernando, se repliegan en orden, disparando sus fusiles sistemáticamente, retrasando el avance enemigo, dificultando que se pueda acercar sobre los heridos para rematarlos. Los escuadrones comienzan a cargar sobre los grupos de harkeños, a perseguirles, a impedir que continúen con la inútil matanza. Sable en mano se multiplican para detener los actos salvajes de ensañamiento con los soldados caídos. Así consiguen que la morisma se detenga y los últimos rezagados puedan unirse al grupo principal en su triste marcha hacia ninguna parte. Finalizada su misión, los de Alcántara se reagrupan y se retiran en orden protegiendo la retaguardia. Las nerviosas conversaciones muestran los sentimientos encontrados que han supuesto las últimas horas. El orgullo de haber detenido y puesto en fuga al enemigo, la incomprensión por lo que está pasando, la conmiseración por aquellos pobres despojos a los que han protegido en su huida, el desprecio a los cobardes, el reconocimiento a los que han luchado a su lado como auténticos héroes. La preocupación ahora es el agotamiento de los caballos, la sed insoportable, el cuerpo dolorido de cabalgar y cargar hora tras hora.

Tras el estruendo, se impone en la llanura un silencio de muerte, roto por los gritos y cánticos de la harka enemiga, por algunos tiros aislados que presagian un final atroz para algún soldado. La oscuridad creciente hace posible vislumbrar el resplandor de los incendios de las antiguas posiciones españolas. Siluetas de merodeadores se arrastran de cadáver en cadáver. Se suman algunos supervivientes a la doliente columna que por fín consigue llegar hasta Dríus.

Amanece el 23 de julio. Las cornetas del Alcántara se reúnen en círculo y tocan diana. La locura del día anterior parece haber quedado atrás. Los servicios se han desarrollado correctamente y una apariencia de normalidad se extiende por todo el campamento. Los escuadrones salen para facilitar y proteger la retirada de unas posiciones próximas. Cuando regresan, cumplida su misión tras combatir a un enemigo que ya siente la victoria próxima, pueden observar cierta actividad en el campamento que indica un posible movimiento. En camiones y ambulancias van embarcando al personal herido.
Una vez reunido el regimiento, y casi sin tiempo de dar un descanso a hombres y caballos, reciben nuevas órdenes: deben partir de inmediato a abrir el camino de Batel dominado por numeroso enemigo. De nuevo deben combatir a pié y a caballo, cargando sobre los grupos que abren fuego sobre ellos. A lo lejos se ve un pequeño convoy sobre el camino que de repente es detenido y asaltado por los moros. Las unidades más cercanas cargan y ponen en fuga a la morisma, pero es demasiado tarde. Ante ellos se muestra la realidad de lo que pudo pasar el día anterior en Izumar. Se trataba de los heridos, ya muertos de forma salvaje, con una crueldad innecesaria, a golpe de gumía. Alguno permanece con vida tras defenderla fusil en mano. Con esta triste y trágica imagen en los ojos llorosos de rabia y dolor, inician el regreso a Dríus, pues el camino ya está expedito.

Sin embargo no llegan hasta el campamento. A lo lejos ven salir la columna. Se escuchan disparos y el humo corona algunos de los edificios. Reciben nuevas órdenes. Ahora deben marchar en extrema vanguardia para abrir paso y flanquear a la columna en retirada.

La columna avanza en orden. En la extrema retaguardia los de San Fernando mantienen a raya al enemigo. Buenos muchachos, también han cumplido como valientes y se han llevado lo suyo. Al pasar junto a los restos del convoy de heridos, los recuerdos de la jornada anterior conmocionan a los soldados que marchan silenciosamente y el miedo hace un amago de reaparecer y asentarse entre las filas de hombres cansados de sufrir.

Al aproximarse al cauce seco del Río Gan, un intenso fuego obliga a los soldados a protegerse en la cuneta. Nuevamente se viven escenas de caos, pero algunos oficiales consiguen rehacerse convencer a grupos de soldados y establecer una guerrilla que responda al fuego y consiga mantener a raya al enemigo. Desde el mismo camino la artillería abre fuego con precisión, pero su maniobra se ve dificultada por los hombres que la rodean y que en algunos casos intentan hacerse con los mulos para escapar.

El enemigo tiene firmemente ocupadas las alturas al otro lado del Gan. El regimiento Alcántara recibe la orden de abrir el paso a toda costa. El Teniente Coronel reúne a sus escuadrones, comunica las órdenes a los oficiales y arenga brevemente a la tropa: es el momento de cumplir como valientes. Después se vuelve hacia el enemigo, desenvaina el sable y grita la orden de cargar seguida de un viva España.

Los escuadrones inician el movimiento al paso hasta ir cayendo al galope. Los sables, dirigidos hacia el enemigo arrancan destellos al sol. Hombres y caballos entran en simbiosis formando un ser mítico y legendario. Los músculos tensos, no hay miedo ni cansancio sólo furia y una meta. Avanzan como muros, como aquel Tercio de Sangre en Rocroi. Y cómo él, se encuentran un muro de fuego que da por el suelo con los centauros, con sus sueños, con sus vidas. Algunos continúan la lucha desde el suelo con sus carabinas, otros recuperan el primer caballo que pasa y se reincorporan a su puesto, otros, en fin, ya solo pueden luchar por conservar su propia vida.

El Regimiento debe volver grupas, recomponerse y volver a cargar. Nuevamente la muralla de carne y músculo es rota por el fuego enemigo y se vuelve a recomponer para iniciar una nueva carga. Así una y otra vez. El cansancio y el dolor se adueña de hombres y animales. Sólo les anima la disciplina, el aliento del compañero que todavía carga a su lado, las miradas de los que desde el suelo les piden que no abandonen, quizás los recuerdos de una familia y una casa tan lejanos...

La que resulta ser la última carga, el jinete no sabe cuantas lleva ya, podría llevar toda la vida cargando contra el invisible enemigo, se realiza prácticamente al paso. La insistencia ha conseguido por fin romper, siquiera momentáneamente, la resistencia. Las sucesivas acometidas que han ido aproximando las dos murallas, la de fuego y la de carne, han obtenido su premio: la columna puede continuar. El jinete, agotado, vuelve la vista atrás. El lecho del río está repleto de los cadáveres de sus compañeros. La soledad, el dolor, la rabia se imponen sobre cualquier otra sensación o pensamiento. Busca con la vista a los supervivientes, se reagrupan quizás buscando consuelo, quizás por disciplina. Quedan tan sólo un puñado, descabalgados o a lomos de caballos tan doloridos y, cansados como sus jinetes. A lo lejos la columna se pone de nuevo en marcha. No hay tiempo que perder. Ya no hay escuadrones de Alcántara, ya no hay nada que impida el sanguinario ensañamiento del enemigo. E inician el movimiento abatidos por el drama, derrotados en su victoria. Bajo el inmisericorde sol, cabalgan siguiendo a su Teniente Coronel, compartiendo sed y cansancio. Todavía quedan por escribir, con la sangre de los soldados españoles, varios capítulos de la Tragedia de Annual.

En Madrid los periódicos comienzan a dar las noticias oficiales. El apacible veraneo se rompe. En los pueblos se reciben noticias fragmentadas que aumentan la angustia y la zozobra, y las gentes de toda condición acuden a las ciudades en busca de certezas sobre familiares y amigos.

El 24 de julio empieza a intuirse la tragedia, pero todavía no hay números, no hay testimonios de ningún tipo. Todavía tendrán que llegar las listas de muertos, de heridos, de desaparecidos, de llegados a Melilla. Todavía quedarán por escribir las páginas de ignominia y de heroísmo. Todavía habrá que llorar por Zeluán, Dar Quebdani, Monte Arruit. Todavía habrá que penetrar de nuevo en el gran cementerio para ser conscientes de la realidad. Todavía quedaba el trance vergonzoso de la liberación de prisioneros…pero ese 24 de julio ya se empezó a buscar y exigir responsabilidades.

El generoso pueblo español, se sumó al dolor de las víctimas y sus familias. De forma espontánea se pusieron en marcha todo tipo de iniciativas para aliviar las necesidades de los soldados supervivientes y de los allegados de los muertos y desaparecidos. El drama de estos últimos se vio profundizado por el hecho de que nadie podía decir quien estaba en cada grupo. En realidad nadie podía decir cuántos eran en total, ni, por supuesto, sus nombres.

Pero con el tiempo, el asunto de las responsabilidades, del rédito político que éstas pudieran traer, se impuso sobre los sentimientos y cualquier otra consideración. El dedo culpable de los acusadores empezó a señalar y toda la atención se dirigió a quien más convenía. El ímprobo trabajo de un General honrado para esclarecer los hechos permitió encausar a una pequeña parte de los responsables directos y devolvió la dignidad y la honra a muchos de aquellos soldados que quedaron tendidos al sol, dando a sus familias el único consuelo posible, ya que jamás podrían recuperar los doloridos restos de sus seres queridos. Sin embargo no le quisieron dar lo que habría podido ser su máximo valor: reconocer que todos murieron porque así lo permitió España, por causa de la acción u omisión no sólo de algunos militares, sino también de políticos, banqueros, periodistas, industriales…

España, una vez más, dejó de ser generosa con sus soldados. Los muertos y los vivos acabaron engullidos por el desastre, por la búsqueda de responsabilidades, por la búsqueda de culpables. Con el paso de los años se convirtieron en un inconveniente, después cayeron en el olvido, hasta que por fin fueron castigados con el desprecio de quienes les consideran culpables de participar en una guerra colonial, de formar parte de un Ejército corrupto, mandado por oficiales incompetentes, que fue justamente derrotado en una sangrienta batalla en la que nadie combatió con bravura.
Es como si a todos aquellos hombres, los muertos y los vivos, se les hubiera encerrado en un saco viejo, sucio y podrido que después hubiera sido abandonado en un sitio lúgubre e ignominioso. De vez en cuando almas generosas han tratado de abrir el saco y sacarles de allí, devolverles al puesto que les corresponde, pero han sido derrotados en su intento, y el Ejército en retirada ha tenido que seguir combatiendo, huyendo, sufriendo y muriendo un día tras otro día.


1 DE JUNIO DE 2012.

Los escuadrones se reagrupan y a la orden de su Jefe vuelven a cargar contra el enemigo invisible, que envuelto en la bruma tenebrosa les desafía una y otra vez. Al galope, cierran sobre las oscuras sombras. Los músculos tensos y doloridos, las manos desgarradas de manejar el sable, los uniformes hechos jirones, las gargantas rotas por los salvajes gritos de furia.

El jinete blande su sable como le han enseñado, siente el miedo del enemigo que empieza a disiparse. De pronto sobre sus propios gritos se impone un rugido por momentos ensordecedor. Vuelve la vista atrás temiendo encontrarse, una vez más, con el doloroso cuadro de los muertos en el lecho del río, pero lo que ve es a sus compañeros de pié sobre los estribos con los sables en alto, y lo que escucha son sus gritos de victoria, sus vivas a Santiago, al Alcántara, a España. Y suma su voz, ya alegre y gozosa, a la algarabía.

Sobre el estruendo se oye la orden del Teniente Coronel y las de los jefes de escuadrón transmitiéndola e imponiendo el orden. Los escuadrones se reagrupan por última vez, forman en columna, e inician la marcha a trote corto hacia el hogar, para decirle a sus padres, a sus madres, a sus mujeres, a los españoles, que habían cumplido con lo que les requiriera su TCOL aquel lejano 23 de julio de 1923, que ellos no fueron unos cobardes, que ellos lucharon como épicos centauros en beneficio de sus compañeros, que cumplieron con la suprema misión de la Caballería, que allí todavía quedaban valientes compañeros que seguían luchando contra el peor de los enemigos: el olvido.

Francisco Javier Lanchares Dávila